La pobreza evangélica es un don por
el cual manifestamos que Dios es nuestro único tesoro. Vivida de acuerdo al ejemplo de Cristo, que siendo rico se hizo pobre para que por su pobreza nos
enriqueciéramos (2 Cor. 8,9).
Dejando todas las cosas por
poseer solo a Dios, nos abandonamos gozosamente a su Divina Providencia con un corazón humilde y
una profunda confianza. El corazón centrado en Dios,
le confía toda ansiedad por el futuro. Dios
cuida maravillosamente de los que le son
fieles: El no abandona a los suyos (Madre Paulina, 1877).