jueves, 23 de abril de 2009

Pasó dejando huellas

Los últimos días de la Madre Paulina en la tierra, dejaron huellas profundas en sus hijas. Murió como vivió, totalmente entregada a la voluntad de Dios. El 25 de abril de 1881, la Madre Paulina enfermó de pulmonía. Pronto la enfermedad se agravó. El 27 de abril recibió la absolución general de sus pecados y fue ungida con el Sacramento de los Enfermos (En aquel entonces Extrema Unción). Con la mayor claridad arregló todos los asuntos temporales a fin de estar preparada para cuando el Divino Salvador quisiera llamarla junto a Él. ¡Cuántos hermosos ejemplos de virtud nos dio en su enfermedad! Sus oraciones preferidas en estos momentos eran: "Mi Señor y mi Maestro, mi Esposo". Otras jaculatorias brotaban incesantemente de su corazón. Estaba dispuesta para todo lo que el Señor le pidiera: Morir o vivir. De la manera más conmovedora dio gracias a los confesores por todo el bien que habían hecho a las Hermanas. No menos agradecida se mostró con el médico y con todos los que la rodeaban, especialmente sus hijas.El 29 de abril la enfermedad había llegado a su punto crítico. Todas las Hermanas oraban sin cesar para que el Señor no les llevara a su Madre tan querida. La enfermedad se agravó. La Madre Paulina se dispuso para recibir la Comunión y esperó confiada su última hora. A pesar de la fatiga que le causaba la enfermedad, la Madre Paulina no dejó de aconsejar a sus Hermanas. Hablaba mucho de la eternidad. Prometió rezar mucho por sus hijas. Imploró sobre todas la gracia de la perseverancia final. Sin la menor agonía, la Madre Paulina se durmió a las 9.30 del 30 de abril de 1881. Así pasó a la eternidad, de la que con tanta frecuencia había hablado,, por la que había trabajado , luchado y sufrido. El dolor era muy grande para las Hermanas. Sus pensamientos nos consolaban; con qué frecuencia decía cuando estaba con los suyos:" las disposiciones de Dios son incomprensibles y eternamente adorables."

Beata Madre Paulina, ruega por nosotros

miércoles, 22 de abril de 2009

Jornada mundial de oración por las vocaciones




MENSAJE DEL PAPAPARA LA XVI JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES.
3 DE MAYO DE 2009 – IV DOMINGO DE PASCUA

Tema: « La confianza en la iniciativa de Dios y la respuesta humana»

Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,Queridos hermanos y hermanas
Con ocasión de la próxima Jornada Mundial de oración por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, que se celebrará el 3 de mayo de 2009, Cuarto Domingo de Pascua, me es grato invitar a todo el pueblo de Dios a reflexionar sobre el tema: La confianza en la iniciativa de Dios y la respuesta humana. Resuena constantemente en la Iglesia la exhortación de Jesús a sus discípulos: «Rogad al dueño de la mies, que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). ¡Rogad! La apremiante invitación del Señor subraya cómo la oración por las vocaciones ha de ser ininterrumpida y confiada. De hecho, la comunidad cristiana, sólo si efectivamente está animada por la oración, puede «tener mayor fe y esperanza en la iniciativa divina» (Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 26).
La vocación al sacerdocio y a la vida consagrada constituye un especial don divino, que se sitúa en el amplio proyecto de amor y de salvación que Dios tiene para cada hombre y la humanidad entera. El apóstol Pablo, al que recordamos especialmente durante este Año Paulino en el segundo milenio de su nacimiento, escribiendo a los efesios afirma: «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, nos ha bendecido en la persona de Cristo, con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor» (Ef 1, 3-4). En la llamada universal a la santidad destaca la peculiar iniciativa de Dios, escogiendo a algunos para que sigan más de cerca a su Hijo Jesucristo, y sean sus ministros y testigos privilegiados. El divino Maestro llamó personalmente a los Apóstoles «para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios» (Mc 3,14-15); ellos, a su vez, se asociaron con otros discípulos, fieles colaboradores en el ministerio misionero. Y así, respondiendo a la llamada del Señor y dóciles a la acción del Espíritu Santo, una multitud innumerable de presbíteros y de personas consagradas, a lo largo de los siglos, se ha entregado completamente en la Iglesia al servicio del Evangelio. Damos gracias al Señor porque también hoy sigue llamando a obreros para su viña. Aunque es verdad que en algunas regiones de la tierra se registra una escasez preocupante de presbíteros, y que dificultades y obstáculos acompañan el camino de la Iglesia, nos sostiene la certeza inquebrantable de que el Señor, que libremente escoge e invita a su seguimiento a personas de todas las culturas y de todas las edades, según los designios inescrutables de su amor misericordioso, la guía firmemente por los senderos del tiempo hacia el cumplimiento definitivo del Reino.
Nuestro primer deber ha de ser por tanto mantener viva, con oración incesante, esa invocación de la iniciativa divina en las familias y en las parroquias, en los movimientos y en las asociaciones entregadas al apostolado, en las comunidades religiosas y en todas las estructuras de la vida diocesana. Tenemos que rezar para que en todo el pueblo cristiano crezca la confianza en Dios, convencido de que el «dueño de la mies» no deja de pedir a algunos que entreguen libremente su existencia para colaborar más estrechamente con Él en la obra de la salvación. Y por parte de cuantos están llamados, se requiere escucha atenta y prudente discernimiento, adhesión generosa y dócil al designio divino, profundización seria en lo que es propio de la vocación sacerdotal y religiosa para corresponder a ella de manera responsable y convencida. El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda oportunamente que la iniciativa libre de Dios requiere la respuesta libre del hombre. Una respuesta positiva que presupone siempre la aceptación y la participación en el proyecto que Dios tiene sobre cada uno; una respuesta que acoja la iniciativa amorosa del Señor y llegue a ser para todo el que es llamado una exigencia moral vinculante, una ofrenda agradecida a Dios y una total cooperación en el plan que Él persigue en la historia (cf. n. 2062).
Contemplando el misterio eucarístico, que expresa de manera sublime el don que libremente ha hecho el Padre en la Persona del Hijo Unigénito para la salvación de los hombres, y la plena y dócil disponibilidad de Cristo hasta beber plenamente el «cáliz» de la voluntad de Dios (cf. Mt 26, 39), comprendemos mejor cómo «la confianza en la iniciativa de Dios» modela y da valor a la «respuesta humana». En la Eucaristía, don perfecto que realiza el proyecto de amor para la redención del mundo, Jesús se inmola libremente para la salvación de la humanidad. «La Iglesia –escribió mi amado predecesor Juan Pablo II– ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación» (Enc. Ecclesia de Eucharistia, 11).
Los presbíteros, que precisamente en Cristo eucarístico pueden contemplar el modelo eximio de un «diálogo vocacional» entre la libre iniciativa del Padre y la respuesta confiada de Cristo, están destinados a perpetuar ese misterio salvífico a lo largo de los siglos, hasta el retorno glorioso del Señor. En la celebración eucarística es el mismo Cristo el que actúa en quienes Él ha escogido como ministros suyos; los sostiene para que su respuesta se desarrolle en una dimensión de confianza y de gratitud que despeje todos los temores, incluso cuando aparece más fuerte la experiencia de la propia flaqueza (cf. Rm 8, 26-30), o se hace más duro el contexto de incomprensión o incluso de persecución (cf. Rm 8, 35-39).
El convencimiento de estar salvados por el amor de Cristo, que cada Santa Misa alimenta a los creyentes y especialmente a los sacerdotes, no puede dejar de suscitar en ellos un confiado abandono en Cristo que ha dado la vida por nosotros. Por tanto, creer en el Señor y aceptar su don, comporta fiarse de Él con agradecimiento adhiriéndose a su proyecto salvífico. Si esto sucede, «la persona llamada» lo abandona todo gustosamente y acude a la escuela del divino Maestro; comienza entonces un fecundo diálogo entre Dios y el hombre, un misterioso encuentro entre el amor del Señor que llama y la libertad del hombre que le responde en el amor, sintiendo resonar en su alma las palabras de Jesús: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure» (Jn 15, 16).
Ese engarce de amor entre la iniciativa divina y la respuesta humana se presenta también, de manera admirable, en la vocación a la vida consagrada. El Concilio Vaticano II recuerda: «Los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, pobreza y obediencia tienen su fundamento en las palabras y el ejemplo del Señor. Recomendados por los Apóstoles, por los Padres de la Iglesia, los doctores y pastores, son un don de Dios, que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre» (Lumen gentium, 43). Una vez más, Jesús es el modelo ejemplar de adhesión total y confiada a la voluntad del Padre, al que toda persona consagrada ha de mirar. Atraídos por Él, desde los primeros siglos del cristianismo, muchos hombres y mujeres han abandonado familia, posesiones, riquezas materiales y todo lo que es humanamente deseable, para seguir generosamente a Cristo y vivir sin ataduras su Evangelio, que se ha convertido para ellos en escuela de santidad radical. Todavía hoy muchos avanzan por ese mismo camino exigente de perfección evangélica, y realizan su vocación con la profesión de los consejos evangélicos. El testimonio de esos hermanos y hermanas nuestros, tanto en monasterios de vida contemplativa como en los institutos y congregaciones de vida apostólica, le recuerda al pueblo de Dios «el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero que espera su plena realización en el cielo» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata, 1).
¿Quién puede considerarse digno de acceder al ministerio sacerdotal? ¿Quién puede abrazar la vida consagrada contando sólo con sus fuerzas humanas? Una vez más conviene recordar que la respuesta del hombre a la llamada divina, cuando se tiene conciencia de que es Dios quien toma la iniciativa y a Él le corresponde llevar a término su proyecto de salvación, nunca se parece al cálculo miedoso del siervo perezoso que por temor esconde el talento recibido en la tierra (cf. Mt 25, 14-30), sino que se manifiesta en una rápida adhesión a la invitación del Señor, como hizo Pedro, que no dudó en echar nuevamente las redes pese a haber estado toda la noche faenando sin pescar nada, confiando en su palabra (cf. Lc 5, 5). Sin abdicar en ningún momento de la responsabi-lidad personal, la respuesta libre del hombre a Dios se transforma así en «corresponsabilidad», en responsabilidad en y con Cristo, en virtud de la acción de su Espíritu Santo; se convierte en comunión con quien nos hace capaces de dar fruto abundante (cf. Jn 15, 5).
Emblemática respuesta humana, llena de confianza en la iniciativa de Dios, es el «Amén» generoso y total de la Virgen de Nazaret, pronunciado con humilde y decidida adhesión a los designios del Altísimo, que le fueron comunicados por un mensajero celestial (cf. Lc 1, 38). Su «sí» inmediato le permitió convertirse en la Madre de Dios, la Madre de nuestro Salvador. María, después de aquel primer «fiat», que tantas otras veces tuvo que repetir, hasta el momento culminante de la crucifixión de Jesús, cuando «estaba junto a la cruz», como señala el evangelista Juan, siendo copartícipe del dolor atroz de su Hijo inocente. Y precisamente desde la cruz, Jesús moribundo nos la dio como Madre y a Ella fuimos confiados como hijos (cf. Jn 19, 26-27), Madre especialmente de los sacerdotes y de las personas consagradas. Quisiera encomendar a Ella a cuantos descubren la llamada de Dios para encaminarse por la senda del sacerdocio ministerial o de la vida consagrada.
Queridos amigos, no os desaniméis ante las dificultades y las dudas; confiad en Dios y seguid fielmente a Jesús y seréis los testigos de la alegría que brota de la unión íntima con Él. A imitación de la Virgen María, a la que llaman dichosa todas las generaciones porque ha creído (cf. Lc 1, 48), esforzaos con toda energía espiritual en llevar a cabo el proyecto salvífico del Padre celestial, cultivando en vuestro corazón, como Ella, la capacidad de asombro y de adoración a quien tiene el poder de hacer «grandes cosas» porque su Nombre es santo (Cf. Lc 1, 49).
Vaticano, 20 de enero de 2009

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martes, 21 de abril de 2009

La Madre Paulina y María Inmaculada


Donde está la Santísima Trinidad, donde está Jesucristo, la Eucaristía y la Iglesia, no puede faltar María Santísima. Ella es la Hija predilecta del Padre, la Madre virginal del Hijo y la Esposa Inmaculada del Espíritu Santo. Jesucristo nació de María Virgen por obra y gracia del Espíritu Santo. La Sagrada Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre de Cristo formado en el seno de su Madre; y por ser la Madre de Cristo, María es también la Madre de la Iglesia.
La Madre Paulina conoce la grandeza y la función de María en la economía de la salvación. Este amor a María está firmemente arraigado en ella desde el día de su Primera Comunión. Monseñor Claessen, que la ha preparado para este primer encuentro con el Señor Eucarístico, planea una alegría especial para ella. La ha citado a la Catedral. Monseñor la conduce ante la imagen de la Virgen María con el Niño en brazos. Monseñor pide a la Virgen que acepte la consagración que él realiza en lugar y en nombre de su Madre. Luego levanta la voz y se hace más insistente. Ruega a María que extienda su mano maternal sobre esta niña, que le infunda sus virtudes, ante todo su humildad y su completa entrega a la voluntad de Dios. Confía al Inmaculado Corazón de María la pureza de la niña para que su corazón sea siempre morada agradable a su Hijo.
Honda impresión causa en Paulina esta hora solemne, cuyo recuerdo no se borrará jamás de su alma. Los ecos de esta hora resuenan a través de toda su vida, especialmente en el día de sus primeros votos: ¡Oh querida Madre de Dios! acepta hoy como hija a la esposa de tu Hijo muy amado. ¡Oh querido y bienaventurado Monseñor Claessen! En el día de mi primera comunión Ud. me dio a la Virgen como protectora. ¡Oh! Ella me ha cuidado bien, pídale ahora que sea mi Madre más que antes ( Beata Paulina)

Revestidos de Cristo

En una de sus cartas, el Apóstol Pablo nos invita a revestirnos de Cristo. Esto exige que se estudien los misterios de la vida de Cristo, que se los medite y se los deje penetrar en el corazón. Que el alma tome posesión del espíritu que animó a Cristo. El cielo está lleno de aquellas almas que han realizado esto. Pero así como una estrella se diferencia de otra, así se diferencian los santos cada cual por el modo en que logró revestirse de Cristo. Cada uno tiene sus características espirituales propias, tienen su personalidad . Algunos se destacaron por su compasión para con los que sufren y están marginados, otros por su celo apostólico, otros por su vida contemplativa. Cada uno fue guiado por el amor de Dios. todos puedieron decir con San Pablo: "La caridad de Cristo nos urge" . En un puento fueron iguales: En su deseo de cumplir con la voluntad de Dios, sin consideración consigo mismos. Este desprendimiento de sí mismo, este humilde y total sometimiento a Dios fue el camino hacia la santidad en la vida de la Beata Paulina von Mallinckrodt. ( Alocución de la Madre Pierre Koesters 28-4-1985)

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