En todo momento, sobre todo en aquellos más difíciles, la fidelidad del Señor, auténtica fuerza motriz de la historia de la salvación, es la que siempre hace vibrar los corazones de los hombres y de las mujeres, confirmándolos en la esperanza de alcanzar un día la «Tierra prometida». Aquí está el fundamento seguro de toda esperanza: Dios no nos deja nunca solos y es fiel a la palabra dada. Por este motivo, en toda situación gozosa o desfavorable, podemos nutrir una sólida esperanza y rezar con el salmista: «Descansa sólo Dios, alma mía, porque él es mi esperanza» (Sal 62,6). Tener esperanza equivale, pues, a confiar en el Dios fiel, que mantiene las promesas de la alianza. Fe y esperanza están, por tanto, estrechamente unidas. De hecho, «"esperanza", es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras "fe" y "esperanza" parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la "plenitud de la fe" (10,22) con la "firme confesión de la esperanza" (10,23). También cuando la Primera Carta de Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre prontos para dar una respuesta sobre el logos –el sentido y la razón– de su esperanza (cf. 3,15), "esperanza" equivale a "fe"» (Enc. Spe salvi, 2).
(Benedicto XVI)